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jueves, 1 de diciembre de 2011

Mediterránea.

Blanca piel descubierta del pecho al cuello con tentativas de su cabello rizado
-jugando a claro oscuro-
con esa sonrisa que se colma de vida y la envuelven rosas, los labios
en que me vi nacer de nuevo.
Las manos suyas en que se marcan azules las venas que encaminan
la sangre tibia a su corazón caliente y se asoma
por ojos de ambar y miel deseosos
de amor.

Mediterránea; la mujer por excelencia de carisma.
La que nace amando y siempre se deja amar por
minúsculos placeres: El amor con ella siempre
se escribe y habla en francés.

Su amor es imposible, su amor es subversivo y siempre
inevitable. Embriaga a manera de sonrisas
y con esas mismas sonrisas desembriaga
de la letárgica rutina en que se cae.

Tiene mirada imposible, apacible y deshinibe.
¿Qué serían los sueños sin la fantasía?
Y peor aún, la vida sin la mediterránea que
inspira bohemios al crepúsculo del día.

Besos a vino tinto, con luz menguante del
amor que arde... y también de todo lo que
no es amor.
Con ella la poesía no tiene que rimar, ni
los versos vienen de besos
ni la iniciativa de transcribirla en letras
tendría sentido.

Todos deberían tener una mediteránea, una silueta
que no sea sombra y por supuesto;
un amor que no cumpla promesas
porque
la flor de piel que eriza viene del básico
principio de un hola.


Así es una mediterránea y la mía hoy cumple un año más.

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